Fundación Vicente Ferrer. 2011/11/25

¡Qué mala noche he pasado hoy!

La semana pasada al saltar una tapia en un hospital me rocé el pie con la pared y una semana después, a media noche, me levanté con un fuerte dolor. La herida estaba infectada y llena de pus. En el desayuno mis amigos traumatólogos me dieron antibióticos y en un par de días, lista. En ese momento, me acordé de cuando trabajaba en el circo: allí aprendí la  importancia de cubrir bien las heridas, ya que el polvo lo infecta todo.

Hoy nos estrenábamos como payasos de Hospital en Kalyandurg y Kanekal. A las 9 llegó nuestro chófer, Wima. Tras dos horas en coche llegamos al primer hospital. Me fui directa a que me cubrieran el pie con una gasa. Acudieron todas las enfermeras para ver como gritaba. Querían abrirme la herida para quitarme el pus. ¡Ni hablar!

-I have my doctor in the Fundation!

Me di cuenta de que necesitaba un payaso de hospital para quitarle hierro al asunto y me puse a tocar la concertina mientras me curaban. ¡Mi primer paciente fui yo misma!

Llegó el momento esperado. Los hospitales en la India son como plazas de pueblos llenos de vida. He visto gatitos paseándose libremente por los pasillos. Los indios acuden a los hospitales cuando ya no les queda más remedio. El hospital es su última esperanza. Concertina en mano, diábolos preparados, y el público nos rodeó en el hall del hospital. Poco a poco sus tristes caras se convertían en miradas de asombro, se relajaban y disfrutaban.

Seguimos hacia una puerta donde se daba turno para visitar al doctor. Nos acercamos a un anciano sentado en el suelo con mirada de niño. Nos recibió con una sonrisa desdentada. Sacamos las campanillas, arrancamos con “Love me tender” y el anciano entró en juego… ¡las miradas  de los curiosos relucían! A Fredi y a mí nos salió un tercer compañero: un niño de unos tres años que nos seguía a todas partes bailando y riendo. Este niño se convirtió en el hijo de todas las madres, el nieto de todas las abuelas que acompañan a los niños enfermos: hay una mirada abierta a la esperanza.

Llegamos a pediatría, una sala grande con unas 20 camas. Hoy estaban casi todas ocupadas por enfermos y sus familiares. Aunque cada momento es mágico, el que ha quedado más vivo en mi recuerdo es cuando repartí campanitas a cada madre para que ellas jugaran con sus niños al ritmo de la concertina. Los bebés sonreían.

Comimos en la cantina del hospital y a las 14 horas partimos hacia el segundo hospital. Cuando aparecimos en Kanekal los indios nos miraban con recelo. Entre el público del hall se encontraba un hombre musulmán acompañado de sus 5 mujeres con burqa negro y brillantes de swarosky, que nos retrataban y grababan con su móvil (en los hospitales de la Fundación solamente pagan los que se lo  pueden permitir). Esto dio valor a nuestro empeño. Las personas de las castas más bajas y los campesinos dejaron de hacerse preguntas y comenzaron a disfrutar del espectáculo. Nos fuimos para pediatría y todos nos siguieron, hasta las mujeres con burqa. Nos pareció extraño que las enfermeras dejaran entrar a todos dentro de la sala, pero así fue. Se creó un clima festivo lleno de pompas y música. Había niños que sólo nos podían seguir con su atenta mirada. Cuando entramos en la sala se oían los llantos de los pequeños pacientes mientras les curaban; cuando salimos de la sala no había más llantos, incluso oímos algunas carcajadas.

Eran las seis de tarde cuando estábamos de vuelta en la Fundación.

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